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viernes, 4 de octubre de 2013

Pielomorfósis

Después de haber estado un tiempo con él, un día de pronto, al despertar, se miró al espejo y notó que había comenzado a perder el cabello. Este cambio al principio pareció no asustarle, porque se efectuaba con tal lentitud, que era casi imperceptible. Sin embargo, mientras más lo conocía y estaba a su lado, el pelo caía con más deprisa.
Al cabo de un par de meses, ya era demasiado tarde para revertir la situación, había quedado ¡completamente calva! Con los ojos cerrados, tomó el espejo con su mano derecha, su cuerpo temblaba… Hasta ese momento, ella por no querer ver los cambios que se llevaban a cabo en su cuerpo, había evitado todo tipo de encuentros con espejos y cualquier otra cosa que pudiera darle un reflejo de su persona. Notó al abrirlos que además de perder el cabello, una pequeña barba cubría la parte inferior de su cara.
Llena de tristeza bajó la mirada… ¡¿cuántas otras cosas habrían cambiado en tan corto lapso?! La sola idea de no seguir siendo ella misma le paralizaba.
Corrió a su encuentro, esperando conseguir ayuda, mas al verlo un frío súbito recorrió sus huesos… ¡era él! ¡Ella se estaba convirtiendo en él!
La desesperación de apoderó de su ser, no sabía cómo proseguir…. Quería correr en una dirección opuesta, pero no sabía cómo darle la vuelta al timón de su vida.
¿Percibirían los otros sus cambios? ¿Estaría notando él, en ese mismo instante en que se encontraron, tal metamorfosis? ¿Se estaría volviendo loca?
Llena de preguntas y miedos, sólo pensaba en arrancarse la piel, esperando que de ese modo, como ocurre con las plantas, volviera a florecer aquella que siempre había sido.
Estando aún frente a él, y sin decir palabra alguna todavía, recordó una historia que de niña su abuelo le contaba sobre gigantes luminosos, que para poder ser lo que realmente eran, tenían que atravesar un vasto desierto hasta alcanzar el punto en el que los rayos del sol eran más intensos. Sólo en ese punto ellos podían detenerse y esperar a que los mismos rayos resquebrajaran su cuerpo hasta romperlo, para sacar el gigante de luz que llevaban dentro.
Lo miró fijamente a los ojos. Los labios de él se movían, como articulando palabras, pero ella no podía escuchar nada. Dio la media vuelta y comenzó a caminar, sin prisa. Sus pasos eran débiles, temblorosos, pero cuanto más se alejaba, más recobraba la fuerza.
Un viento le hacía compañía al caminar, la abrazaba, le quitaba, poco a poco, sus impurezas, su piel…